viernes, 24 de febrero de 2017

La La Land (Damien Chazelle, 2016)

Un musical, un cataclismo


Hace años que los intentos de revivir el musical caen en saco roto. Llámese Moulin Rouge, Chicago o Los miserables, los excesos de grandilocuencia, así como la recarga de artificios y la impostada importancia de estas producciones llevaban a que se convirtieran de a ratos en alardes técnicos y en grandes e impersonales despliegues, en los que se olvidaban y quedaban en el debe elementos fundamentales de clásicos de la talla de Siete novias para siete hermanos, Brindis al amor o Un día en Nueva York: el encanto y la pasión por hacer cine, de sacar a bailar a los personajes y de contaminar a la audiencia con esa energía. 
Sólo películas sin muchas pretensiones, como Mamma Mia o Hairspray (y en especial esta última, la de 2007), con su desenvoltura y su falta de miedo al ridículo, dieron con la tecla para revivir ese espíritu contagioso. Más cerca en el tiempo, tan sólo hace falta animarse a dar el paso hacia Bollywood para descubrir que el musical está más vivo que nunca y que nadie ha recibido ese burbujeante legado mejor que cineastas indios como Farah Khan, Sanjay Leela Bhansali o Farhan Akhtar.
Ahora bien, cierto es que mucha gente al musical no se lo traga, aunque se lo faciliten con aperitivos, elogios y galardones varios, y no hay mucho que pueda hacerse al respecto. Quizá solamente el género de terror sea tan rechazado –y tan amado– como el musical. 
Pero algunas veces, y cada tanto, aparecen obras capaces de deslumbrar incluso a los más apáticos e incrédulos. Si Kill Bill en su momento maravilló a gente que jamás se hubiese acercado al cine de samuráis, de artes marciales o al animé, La La Land es capaz de oficiar de vehículo (y lo hace) para que muchos se interesen y apasionen por el jazz, las otras películas de Damien Chazelle o, simple y llanamente, por el cine musical. 
Porque la principal baza de su propuesta es esa: la pasión, el absoluto convencimiento de contar con una historia digna de ser trasmitida y de sensaciones que claman a gritos por salir. Nadie podría poner en duda esto: existiendo tanto cine impersonal en el mundo, que aparezca un muchacho joven y enérgico, un melómano cinéfilo, un obsesivo de las formas y los detalles dispuesto a tomar al toro de Hollywood por las astas, subirse a su lomo y redirigirlo en la dirección que a él se le canta es un bienvenido cataclismo hecho cine. Uno que, además, parece creer en la nostalgia al mismo tiempo que explora nuevas formas.


La La Land comienza como un musical clásico, uno que, además, carece de conflictos y presenta una historia de amor aparentemente inocua, quizá hasta superficial. Pero las apariencias engañan, Chazelle nos endulza con bellas imágenes y nos lleva del pescuezo para confrontarnos a un drama tan duro como la vida misma, imponiendo la clase de problemas que carecen de solución y que marcan a fuego internamente a las personas. Con un desenlace inesperado y único en su especie, un último tema resignifica el resto de la película, le agrega una nota de pathos rioplatense (aunque no suene ni un solo bandoneón, nunca un musical hollywoodense fue tan tanguero) y, al mismo tiempo, nos lleva a asimilar en el propio cuerpo esa mezcla de sentimientos que tanto en su concepción como en su ejecución trae aparejado el jazz. 
La La Land podría no llevarse el Oscar a mejor película. Pero Chazelle viene arrasando, y marcando sus sentidas muescas en la historia del cine. 

Publicado en Brecha el 24/2/2017

viernes, 10 de febrero de 2017

Moana: un mar de aventuras (Moana, Ron Clements, John Musker, 2016)

Punto para Disney


El primer gran diferencial de esta película es la investigación en la que se sustenta. Previo a la escritura del guión, los directores Ron Clements, John Musker y otro grupo de artistas contratados por los estudios Disney viajaron a las islas del Pacífico para conocer las diferentes comunidades en persona, se empaparon de tradiciones, rituales e historias propias de las culturas zonales. Fueron recibidos por la comunidad Korova, en una pequeña aldea de la isla Viti Levu y también viajaron a las islas Fiji, Samoa y Tahití. Conversaron con ancianos, jefes, maestros, artesanos, granjeros, pescadores, navegantes, así como expertos en arqueología, antropología, historia, música y danza. Y hay que decir que todo esto se nota: desde un relato empapado de mitología, pasando por la estética y una infinidad de detalles que van desde la comida, las chozas, las canciones, los bailes, tejidos, tatuajes y símbolos, una gran cantidad de elementos fueron sorbidos y volcados en esta película. 
Esto es algo notable y bastante atípico. Que desde el mainstream se elabore una superproducción donde realmente se exploran y se respetan culturas remotas, supone una resignificación de la concepción de “exotismo” que normalmente imponen. Es decir, las superproducciones de Hollywood ambientadas en confines remotos del planeta suelen ser ejercicios de imaginación, donde los guionistas se abocan, tocando de oído y a partir de dos o tres elementos, a crear cuadros en los que cualquier punto de contacto con la realidad pasa a ser mera coincidencia. Es por eso que, en buena parte, es allí donde reside el peculiar encanto de esta historia. Pero también hay otras cosas. 
Un semidiós poderoso y sumamente engreído llamado Maui, en uno de sus traviesas andanzas, robó el corazón de la diosa Te Fiti. Al hacerlo, ocasionó un desastre de magnitudes, expandiendo crecientemente una maldición que lleva a que los peces mueran, los cultivos se pudran, y que una voraz mancha negra se extienda por tierras y mares. Es entonces que Moana, la protagonista, decide abocarse a una travesía para reparar los daños causados. No es tarea sencilla: el paso más difícil a dar es convencer a Maui para que la acompañe. 
Para algunos detalles es notoria la inspiración en la película La princesa Mononoke, del maestro japonés Hayao Miyazaki; los que saben, saben copiar de los mejores. El libreto fue escrito por Jared Bush, el mismo que guionó la brillante Zootopia, por lo que se da la extraña situación de que en la próxima gala de los Óscar ambas creaciones figurarán entre los nominados a mejor largometraje de animación. Y es difícil quedarse con una de las dos. 
Hace tiempo que no se veía una aventura animada tan simple, lineal y clásica, en la que además se respira el salitre del mar y el viento a estribor. La personalidad de los personajes –es estupenda la apuesta por dotarlos de cuerpos alejados de los estándares de belleza– así como la originalidad en el trazado de secundarios, especialmente de los dos monstruosos villanos y de un gallo que acompaña a la protagonista compitiendo por ser el más estúpido de los personajes jamás pensados, son otros de los puntos fuertes. Con este filme Disney se apunta otro poroto; y ya lleva consigo varias decenas. 

Publicado en Brecha el 10/2/2017

viernes, 3 de febrero de 2017

Mel Gibson y la guerra

Infierno necesario

¿Cuándo una película es verdaderamente antibélica? ¿El hecho de exhibir vísceras y torrentes de sangre realmente está allí para concientizar al público de los horrores de la guerra? La comparación de la nominada al Oscar “Hasta el último hombre” con el clásico “Full Metal Jacket”, permite arriesgar algunas reflexiones al respecto.  



“Este es mi rifle, hay muchos como este, pero este es mío. Mi rifle es mi mejor amigo, es mi vida. Debo dominarlo como domino a mi vida. Sin mí, mi rifle es inútil. Sin mi rifle, yo soy inútil.”
Máxima repetida por los aspirantes a marines en Full Metal Jacket.

La película de Mel Gibson Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge) es un entretenimiento sumamente disfrutable, pero es difícil no tener reparos con respecto a su particular representación de la guerra. Una comparación con el clásico bélico de Stanley Kubrick Full Metal Jacket (en América del Sur conocido como Nacido para matar) parece particularmente pertinente. Veamos esto con detenimiento. 
Full Metal Jacket es de esas extrañas películas que uno termina de ver y quizá quede con la idea de que no es tan buena. No tiene un mensaje claro, ni un hilo conductor fuerte, ni ejes morales, ni los clímax propios de un gran espectáculo. Pero se trata de una obra de esas que son capaces de quitarle a uno el sueño y acosarlo insistentemente como una antigua maldición. Decía Pier Paolo Pasolini que en el cine lo importante no es indignar sino incomodar, porque la indignación se pasa rápido, pero la incomodidad se instala, y puede, incluso, perdurar por siempre. Y esto es lo que sucede con la película de Kubrick: hay partes de ella que quedan grabadas en la psiquis del espectador y con muchas posibilidades de que vuelvan a aparecérsele una y otra vez. Las escenas de entrenamiento y el extremo sadismo del sargento mayor Hartman, la del helicóptero desde el que un ametrallador dispara alegremente y a mansalva contra civiles vietnamitas, aquella en la que una joven y frágil prostituta debe atender a un escuadrón entero de soldados, a razón de cinco dólares por cliente. O el mismísimo final, en el que prácticamente la mitad del escuadrón es derribada a balazos por un solo francotirador, que además resulta ser otra muchacha vietnamita… 
Probablemente ninguna otra película haya demostrado tan claramente la estupidez de un tormento inconducente, horripilante y profundamente abusivo como fue la intervención de Estados Unidos en Vietnam. Y como pocas, exhibe el verdadero papel de los soldados estadounidenses en el extranjero: matar y fornicar indiscriminadamente. La comparación de ambas películas surge naturalmente: ambas cuentan con una parte de entrenamiento y con un final de despliegue bélico. Pero mientras Full Metal Jacket sitúa su desenlace en la guerra de Vietnam y en la desastrosa ofensiva de Tet, Hasta el último hombre se centra en la igual de cruenta batalla de Okinawa, en el Japón de la Segunda Guerra Mundial.

Full Metal Jacket
A los cineastas estadounidenses les encanta elegir hitos bélicos de los que su país sale bien parado, y cuyo rol es difícil de cuestionar. La lucha contra las potencias del Eje durante la Segunda Guerra Mundial, básicamente contra las tropas nazis y las japonesas imperiales, los coloca en un papel heroico de valientes salvadores de la humanidad. Cada cual filma lo que más le conviene, y podrá haber un centenar de películas centradas en la Segunda Guerra, pero lo cierto es que desde entonces Estados Unidos ha matado a más de 20 millones de personas a lo largo de 37 naciones. Sería interesante que aparecieran películas sobre el rol de su ejército en Camboya, Angola, República Dominicana, El Salvador o Indonesia, pero son realmente muy pocas, y lo cierto es que Hollywood cumple con un fuerte rol propagandístico al vender los infiernos propiciados en países extranjeros como asuntos necesarios, pertinentes. 
El antibelicismo de una película puede medirse, entonces, a partir del hito histórico que elige reproducir, pero también por la forma en que éste es representado. Hay quienes comentan que la horrenda masacre final de Hasta el último hombre la hace cualquier cosa menos probélica, pero es difícil estar de acuerdo con esa postura. Sobre todo por el perfil marcadamente heroico del protagonista y por la convicción con que abraza una causa justa; pero también por otros detalles. Dos películas profundamente antibélicas muestran otros costados de la guerra: la surcoreana La hermandad de la guerra cuenta las vicisitudes de un joven que se alista en la Guerra de Corea, en su lucha contra los comunistas de Corea del Norte. Para proteger a su hermano menor y evitar que sea asesinado, se ofrece para las misiones más difíciles con la esperanza de conseguir una medalla que le permita solicitar que su hermano sea devuelto a casa. Pero vivir la batalla desde las primeras filas (entre otras truculencias, hay una escena en que se encuentra con un compañero enfermo, y comprueba que una infinidad de gusanos le están devorando el estómago) acaba volviéndolo completamente loco. En la película china Nanking Nanking, al inicio, la invasión de los japoneses sobre esa ciudad china muestra cómo las mismas tropas chinas arremeten contra los civiles compatriotas para evitar que evacúen la ciudad, y para que así le hagan frente a los japoneses. La guerra está repleta de desequilibrios, injusticias, abusos de todas las partes implicadas, de errores terroríficos. Gibson podrá mostrar marines amputados, destripados y despedazados, pero en un marco ideológico que justifica esas muertes como sacrificios por una buena causa. Hay una escena en la que el cineasta podría haber desvelado el verdadero caos que impera en las guerras: cuando el médico protagonista baja al primer herido desde el acantilado, mediante cuerdas, los marines que lo divisan piensan que es un japonés descendiendo y se disponen a dispararle. Pero se dan cuenta a tiempo, y acuden en su ayuda. Si esos disparos hubiesen tenido lugar (en la guerra ocurren cosas así) la película habría optado por mostrar combatientes imperfectos, fisuras, fallas en el desempeño del batallón. Pero, una vez más, cada cual representa la guerra de la forma que más le conviene. 

Nanking Nanking


No es necesario instruir al lector de que existe mucha gente que tiene una enfermiza fascinación por la guerra, y que el hecho de que sea representada como un infierno de tripas y soldados despedazados no los disuade de su interés por apoyarla o quizá hasta vivirla y participar en ella. Esto puede costar entender como a muchos nos puede costar entender otras tantas tendencias autodestructivas, que no por no entenderlas dejarán de existir.
Volviendo a Full Metal Jacket, puede decirse que la película se centra, ante todo, en un proceso de deshumanización. Vemos un entrenamiento en el que los marines se convierten en máquinas de matar, en seres programados para obedecer órdenes sin nunca cuestionarlas, en entes que perderían su razón de ser de no poseer un rifle entre sus manos. Gibson, sin embargo, se preocupa por humanizar a cada uno de los personajes de su película: aun a los que en un principio son presentados como villanos. El sargento que instruye, el capitán y hasta un aspirante a marine abocado al bullying, acaban siendo presentados como buenas personas. Y junto a ellos también se humaniza al ejército de Estados Unidos, que al final acaba por adaptarse y aceptar a un conscripto rebelde que se niega a portar armas. 
Ninguno de estos personajes obra con verdadero sadismo, hay ciertos abusos de poder pero siempre suceden por una buena razón, “por el bien de todos”, y de hecho es hasta curioso que el sargento a cargo de la instrucción (Vince Vaughn) sea utilizado como comic relief, lo que hasta deja la idea de que el servicio militar pudiera llegar a ser divertido. 
Como contrargumento alguien podrá decir que todas estas cosas sucedieron realmente, porque Gibson se basó en hechos reales. Pero corresponde entender que el foco ideológico siempre está, y fundamentalmente cuando se elige cuál es el material sobre el que basarse. 
Treinta años después, Hasta el último hombre reafirma y resignifica la obra maestra de Kubrick. 

Publicado en Brecha el 3/2/2017